domingo, 22 de abril de 2012

En el aula



Estaba sentada en el aula, al fondo. No siempre pasaba, pero hoy cada cosa que decía la profesora yo no la registraba: palabras casi necias, oídos casi sordos si no fuera por esa voz tan particular que era como si te acunara cada mañana.
Ese día, había mucha luz en el salón, Silvina estaba a un lado mío y Guille en el otro. Yo, con los pies apoyados en otra silla, tirada y con mi guardapolvo puesto jugaba con una lapicera Bic, esas azules, las más viejas. De pronto a uno de los chicos que estaba más adelante se le rompió el collar que le había prestado su mamá para el acto de 25 de mayo. Todas desparramadas las bolitas del collar; la maestra me miró y se ve que se dio cuenta que no había escuchado nada del sistema digestivo – nada más aburrido que biología – y me pidió que fuera a buscar algo para levantar las bolitas. Quiso ir mi compañero, pero como todos sabemos que es un vago prefirió mandarme a mí, y yo ni problema me hice con tal de salir del aula.
Mi salón daba a un patio central, el cual tenía que cruzar obligatoriamente para ir hasta la cocina donde siempre había algún maestro tomando un tecito o matecito – nunca entendí porqué ellos sí lo podían hacer y nosotros no: si ellos no dejan de saber enseñar porqué nosotros dejaríamos de poder aprender por tomar matecito o tecito – aunque esta vez no había nadie. Igual entré, sin tener que pedir permiso pero con un miedo por si justo aparecía alguien y al verme buscar algo y se creía que estaba haciendo algo malo. Agarré la escoba,  la pala y salí lo más rápido posible. Cuando me alejé lo suficiente de la puerta de la cocina me concentré en las baldosas: dos bordó, una beige, dos bordó, otra negra, bordo, beige, bordo, negro. Justo cuando me tocaba contar las del patio abierto sentí el mismo olor/aroma de mi casa cuando mi mamá baldea el patio con ese líquido color verde que me hace acordar a un bosque que nunca fue pero es parecido al de Blanca Nieves y en realidad es un Amazonas. Miré para la calle a través de ese pedazo de puerta llena de vidrios – que por supuesto nunca los tenía todos sanos – y la calle estaba distinta.
Dejé todo ahí nomás, no me acuerdo ni donde. Salí, no pestañeé hasta poder tener alguna hipótesis que me explicara tanto pasto verde en vez de asfalto  y tanto árbol en lugar de la Iglesia Evangélica que tanto me intrigaba. Ahora ni me importaba si se podía o no tomar té o mate, si la baldosas eran negras, beiges o amarillas, pero ese color era el mismo que veía cuando olía a mamá limpiar el patio (lleno de baldosas cagadas por el perro). Bajé las escaleras y llegué a la calle, ahora verde, y pestaneé. Sí, era esa misma imagen de siempre. Alguien me llama, no dicen mi nombre pero sé que soy yo. Salgo corriendo evitando árboles gigantes hasta encontrarme con una tigreza. Lloraba, respiraba y aullaba hasta molestarme más que el heavy metal. Trataba de decirme algo, iba y venía de punta a punta, movía la cola. Cuando empieza a caminar y a los pocos pasos empiezo a oir algo así como los pulmones de mi hermano cuando tiene ataque de asma. Y en el piso estaba él, el tigre. Era el tigre de siempre y estaba tirado, casi sin poder respirar. Lloraba como un nene, la tigreza caminaba cada vez más rápido. Yo lo tomé en mis brazos como pude y veía como se doblaba de dolor, el pecho se le hundía y las lágrimas le caía igual que a un bebé. Me dijo algo con sus ojos, pero no pude salvarlo. No pude salvar al tigre de mis sueños.

No hay comentarios:

Publicar un comentario