Estaba sentada en el aula, al fondo. No siempre pasaba, pero
hoy cada cosa que decía la profesora yo no la registraba: palabras casi necias,
oídos casi sordos si no fuera por esa voz tan particular que era como si te
acunara cada mañana.
Ese día, había mucha luz en el salón, Silvina
estaba a un lado mío y Guille en el otro. Yo, con los pies apoyados en otra
silla, tirada y con mi guardapolvo puesto jugaba con una lapicera Bic, esas
azules, las más viejas. De pronto a uno de los chicos que estaba más adelante
se le rompió el collar que le había prestado su mamá para el acto de 25 de
mayo. Todas desparramadas las bolitas del collar; la maestra me miró y se ve
que se dio cuenta que no había escuchado nada del sistema digestivo – nada más
aburrido que biología – y me pidió que fuera a buscar algo para levantar las
bolitas. Quiso ir mi compañero, pero como todos sabemos que es un vago prefirió
mandarme a mí, y yo ni problema me hice con tal de salir del aula.
Mi salón daba a un patio central, el cual
tenía que cruzar obligatoriamente para ir hasta la cocina donde siempre había
algún maestro tomando un tecito o matecito – nunca entendí porqué ellos sí lo
podían hacer y nosotros no: si ellos no dejan de saber enseñar porqué nosotros
dejaríamos de poder aprender por tomar matecito o tecito – aunque esta vez no
había nadie. Igual entré, sin tener que pedir permiso pero con un miedo por si
justo aparecía alguien y al verme buscar algo y se creía que estaba haciendo
algo malo. Agarré la escoba, la pala y
salí lo más rápido posible. Cuando me alejé lo suficiente de la puerta de la
cocina me concentré en las baldosas: dos bordó, una beige, dos bordó, otra
negra, bordo, beige, bordo, negro. Justo cuando me tocaba contar las del patio
abierto sentí el mismo olor/aroma de mi casa cuando mi mamá baldea el patio con
ese líquido color verde que me hace acordar a un bosque que nunca fue pero es
parecido al de Blanca Nieves y en realidad es un Amazonas. Miré para la calle a
través de ese pedazo de puerta llena de vidrios – que por supuesto nunca los
tenía todos sanos – y la calle estaba distinta.
Dejé todo ahí nomás, no me acuerdo ni donde.
Salí, no pestañeé hasta poder tener alguna hipótesis que me explicara tanto
pasto verde en vez de asfalto y tanto
árbol en lugar de la Iglesia Evangélica que tanto me intrigaba. Ahora ni me
importaba si se podía o no tomar té o mate, si la baldosas eran negras, beiges
o amarillas, pero ese color era el mismo que veía cuando olía a mamá limpiar el
patio (lleno de baldosas cagadas por el perro). Bajé las escaleras y llegué a
la calle, ahora verde, y pestaneé. Sí, era esa misma imagen de siempre. Alguien
me llama, no dicen mi nombre pero sé que soy yo. Salgo corriendo evitando
árboles gigantes hasta encontrarme con una tigreza. Lloraba, respiraba y aullaba hasta molestarme más que el heavy metal. Trataba de decirme algo, iba y venía
de punta a punta, movía la cola. Cuando empieza a caminar y a los pocos pasos
empiezo a oir algo así como los pulmones de mi hermano cuando tiene ataque de
asma. Y en el piso estaba él, el tigre. Era el tigre de siempre y estaba
tirado, casi sin poder respirar. Lloraba como un nene, la tigreza caminaba cada
vez más rápido. Yo lo tomé en mis brazos como pude y veía como se doblaba de
dolor, el pecho se le hundía y las lágrimas le caía igual que a un bebé. Me
dijo algo con sus ojos, pero no pude salvarlo. No pude salvar al tigre de mis
sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario